
Esperás que algo o alguien tire del centro de tu cabeza, de un
hilo invisible, y te saque de la cama sin levantar las sábanas ni las frazadas,
como a una marioneta. Pero no. A pesar de que todos los días lo pensás, después
del buen rato que tardás en estar más o menos despierta para tomar la decisión
de salir de la cama. Y después seguís con la rutina práctica. La ropa, la
radio, los dientes, el agua, el mate, la comida de las gatas gordas, una
tostada - si hay pan -, la computadora, los diarios, el mail, el facebook, el
servicio meteorológico. Y más tarde, según los requerimientos del día, la ropa,
la botella de agua, la comida para el trabajo, el abrigo, la comida para las
gatas gordas.
Las dos cuadras y media a la panadería te resultaron una travesía.
Sentís el frío en los brazos y recordás que decidiste no llevar manga larga.
Lo que compraste para comer, con algo de hambre pero no
demasiado - más para que la hora se pase más rápido que para otra cosa -, como de
costumbre, te decepciona un poco.
La percepción del paso del tiempo te ocupa ahora. La tuya,
no la de la voz masculina de algunos tangos de Le Pera, tema que analizaste para un trabajo práctico de
un seminario, de forma muy elemental. Contás en
hambre, en frío, en sueño, en malas suertes, en páginas, en series de gimnasio,
en materias, en por hacer, hasta que se hace la hora.