Por algún motivo te avergüenza
vomitar en público, aun cuando sea medio atrás, al costado del auto, en ese
canal que se forma entre la calle y la vereda, de donde todo se iría tarde o
temprano con un poco de agua de lluvia, de riego o de limpieza a la mañana
temprano. Entonces formás un recipiente con tus manos flacas (estabas flaca en
esa época), y vomitás ahí, sin que se rebalse, como si hubieras sabido de
antemano que todo el contenido de tu estómago entraba ahí, en ese huequito de
manos frías de adolescente. Y si te ahorraste la vergüenza de lanzar el vómito
en una de las calles del centro de Bahía Blanca, no tenés manera de sacarte el
olor de las manos. Lo sentís aun después de habértelas lavado con jabón en el
baño de tía Chola, el mismo donde, con mejor suerte (¿en un viaje anterior o
posterior a este?), sentiste pasar por tu garganta los ñoquis del almuerzo, uno a uno, de
camino al inodoro, duritos, enteros. Qué ciudad horrible Bahía Blanca.
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