
Quizás sea yo demasiado aprehensivo, pero no concibo animal más inmundo que las palomas. Ciertamente, determinado tipo de palomas: las que en inglés se denominan pigeons, por oposición a las palomas lindas, llamadas cariñosamente doves (la propia sonoridad de sendas palabras indica el juicio estético implícito).
Estos bichos asquerosos, llenos de piojos y sarna, invaden las plazas, revolotean, sacuden sus alas, y emiten gorjeos guturales mientras caminan mecánicamente, como impulsadas por resortes, mirando de costado con ojos atónitos. Si bien se miran, son más espantosos que los célebres pájaros de Hitchcock.
He notado que ciertos parques porteños han sido enrejados, con lo que los paseantes se han librado de uno de sus males: los perros y sus heces, que otrora desparramaban por doquier con la complicidad de sus respectivos dueños. Pero parece lejano el día en que lo mismo pueda decirse de la otra indeseable característica de nuestros espacios públicos: las palomas.
Mientras tanto, seguimos padeciéndolas, especialmente cuando se congregan y amontonan, en una rebatiña de plumas y ácaros. Algunas personas poco higiénicas obtienen un extraño placer alimentándolas con maíz, que comerciantes ambulantes inescrupulosos venden por centavos en improvisados carritos o mesitas ad hoc. Incluso hay quienes, con asombrosa irresponsabilidad y abusando de su derecho a la patria potestad, les dan ese maíz a sus inconcientes e inocentes niños, de modo que éstos se solazan atrayendo hacia sí a las palomas, y con ellas vaya a saber cuántas pestes y enfermedades infectocontagiosas.